13 feb 2011

CEFERINA CALDERON DE CHAVEZ: Tres facetas en la vida de una inigualable mujer noroestana.

Por Sergio Reyes II.

 
-I-


La guerra restauradora había dado inicio con el izamiento de la bandera tricolor en el punto más alto del Cerro Capotillo y sus efectos multiplicadores se diseminaban como reguero de pólvora por los encrespados cerros y las llanuras pobladas de cayucos y guasábaras de la Línea Noroeste. El arrogante Brigadier español Manuel Buceta, quien con sus perversas acciones en territorio dominicano aportó un superlativo al concepto de maldad, se batía desesperadamente en retirada, procurando llegar hasta Santiago, en donde las fuerzas hispanas mantenían, aún, el control de la situación. En una sucesión de escaramuzas, esporádicos combates y abruptas retiradas, en las que los triunfos y derrotas corrían parejos en ambos bandos, el malazo de Buceta pudo llegar a duras penas, alicaído, con menguadas energías y con penoso semblante, hasta la zona de Guayacanes, a los predios conocidos como la Sabana de Los Chávez, regenteados por una insigne familia que ostentaba ese apellido y que, a la postre, gozaba de mucho respeto y estima en la región.

Entre los enconados perseguidores se contaban Benito Monción –quien había sido malamente herido en la trifulca-, Pedro A. Pimentel y Gaspar Polanco, quien acababa de abrazar la causa liberadora de los dominicanos y con su bravura de leyenda mostraba, tempranamente, su energía y don de mando, en desmedro de las huestes españolas, en cuyo ejército había militado hasta entonces.

Casi arrastrándose y a hurtadillas, el otrora abusivo e inhumano brigadier de las huestes anexionistas hispanas penetró en los linderos territoriales de Los Chávez, en procura de reposo, cambio de montura, saciar la sed y el hambre y, también, agenciarse algún sombrero para cubrirse del inclemente sol liniero, porque el suyo, en la aparatosa huída, había volado sabe Dios dónde.

El uno delante y los otros detrás, penetraron intempestivamente a la finca de Pedro Chávez y Ceferina Calderón y todo indicaba que el desenlace estaba cifrado a favor de los insignes guerreros de la causa restauradora de la Republica Dominicana, para quienes la captura del petulante brigadier constituía un valioso trofeo de guerra, que podría inclinar la balanza a su favor, dada la preeminencia de éste en el seno del gobierno anexionista que dirigía los destinos del país.

A pesar de constituir la causa de la redención de la Patria un asunto de interés nacional, que competía a todos los ciudadanos, en el momento a que nos referimos (22 de Agosto de 1863) muchas personas aún no habían fijado postura frente a la lucha resuelta en procura de la recuperación de la independencia política; Mas aún, puede decirse que algunos hasta desconocían que en Capotillo, Dajabón, Guayubín, Sabaneta y gran parte del resto de la Línea Noroeste ya se peleaba a brazo partido, enfrentando machetes y rústicas lanzas contra el bien apertrechado ejército hispano, en procura de borrar la mancha infame de la anexión.

El caso es que, sin necesariamente asumir una actitud indigna que pudiese calificarse de traición a su patria, la figura enérgica de Ceferina se irguió en medio de la refriega e impidió la casi segura captura o muerte del militar español. Colocada de frente a la historia y contrariando los ímpetus belicosos de Gaspar Polanco, Pedro A. Pimentel y demás patriotas que ansiaban doblegar al altanero y malsano personero anexionista, aquella altiva mujer impuso su voluntad, apelando el sagrado derecho de que en sus predios no habría de cometerse un desacato o un crimen, por encima de su autoridad.

Y para ello, además de invocar cuestiones de jurisdicción o humanidad, exhibía, ostensiblemente, la fuerza que le daba el pequeño ejército de familiares, jornaleros y empleados a su cargo, fuertemente armados, quienes obedecían ciegamente sus órdenes.

Así las cosas, con el descanso logrado gracias a la oportuna intervención de Doña Ceferina, Buceta pudo escabullirse del escenario del conflicto y con ánimos renovados y sin más percances, pudo llegar, casi a rastros, hasta Santiago, en donde habría de unirse a sus connacionales para continuar dirigiendo una cruenta guerra en la que, poco tiempo después, en 1865, el ejército español habría de salir totalmente derrotado y los dominicanos habrían de ver brillar, nueva vez, la luz de la libertad.


-II-

Andaba, el Apóstol José Martí, en labores proselitistas, en procura de apoyo y solidaridad para encaminar la ‘guerra necesaria’, la de la redención del pueblo de Cuba. Andaba, Martí, en Febrero de 1895, bajo el inclemente sol, por los polvosos campos y veredas de la Línea Noroeste, en busca de Máximo Gómez, para que éste encabezara el ejército que tendría la encomienda de luchar por “… la creación de un archipiélago libre, donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo “ -Manifiesto de Monte Cristi-.

Y en esa enjundiosa faena recala en Guayacanes, donde es recibido por Doña Ceferina y su familia, quienes le brindan calurosa hospitalidad y sobradas muestras de solidaridad para con la causa revolucionaria cubana.

Dentro de su agitada encomienda, Martí no pudo resistir la tentación de plasmar en el papel las muestras de aprecio prodigádales por Ceferina y sus hijas, la correcta educación familiar y escolar de éstas y su finura y cortesía al hablar. Y junto a otros detalles resaltados por alguien con la fina agudeza que da la conciencia social, en Apuntes de un viaje –mi visita a Santo Domingo-, el apóstol cubano retrata de cuerpo entero la calidad humana, el coraje y la templanza de Ceferina Calderón de Chávez y otras tantas mujeres de la línea con quienes pudo compartir en esa gloriosa cruzada de la libertad en tierras dominicanas, que fue, a la vez, la última etapa de su vida.


-III-

La tiranía de Ulises Heureaux –Lilís- había sucumbido ante los ímpetus revolucionarios de un grupo de jóvenes mocanos y de otros puntos del país, que con su ejemplo sintetizaban las urgentes aspiraciones de cambios reclamados por toda la Nación. Una sucesión interminable de guerras y conflictos intestinos sobrevino a continuación del tiranicidio y en varios puntos del Cibao y la Línea Noroeste se alzaban voces disidentes que hacían peligrar la estabilidad de los diferentes gobiernos que tuvo la República a lo largo de los primeros quince años del siglo XX. En una atroz medida de corte genocida e inhumano, el gobierno de Ramón Cáceres dispuso una forzosa desocupación de toda la zona rural de la región noroeste, el incendio de las plantaciones agrícolas y viviendas y la concentración de la población civil, el ganado y otras crianzas en el perímetro de los principales poblados de entonces.

Con ello, se buscaba aislar a los guerrilleros que hostilizaban a las fuerzas gobiernistas e impedir que estos mantuviesen comunicación con la población y recibiesen suministro de alimentos y pertrechos, contrariando así la tradicional simpatía y hospitalidad ofrecida por el campesinado a las causas revolucionarias y a sus propiciadores.

La pobreza y desolación que sobrevino en toda la región fue de catastróficas consecuencias. La agricultura colapsó casi en su totalidad y solo con el paso de los años y el beneficio del trabajo concienzudo y científico ha podido lograrse la recuperación en la calidad de las tierras y el aumento en su productividad. Este hecho, además, acrecentó la actitud levantisca y beligerante de la Línea Noroeste y sus pobladores, hacia los gobiernos de corte represivo y dictatorial, lo que mantuvo en jaque los gobiernos de Mon Cáceres, Eladio Victoria y otros de parecida estampa que les continuaron.

Una gran cantidad de los cabecillas de los grupos insurrectos fueron encarcelados, fusilados o expulsados del país. Algunos tomaron el camino del exilo voluntario a fin de preservar sus vidas y mantenerse a la expectativa del momento oportuno para entrar en acción. Otros, se refugiaron en la manigua, en la espesura de las serranías y desde allí se mantuvieron dando golpes sorpresivos -esporádicos, pero contundentes-, al enemigo representado en la odiada ‘guardia de Mon’ u otros nombres con los que se denominó después el cuerpo militar.

Y en todos esos años, la mujer liniera, valiente y abnegada tuvo que asumir la triple misión de guardar el hogar y los hijos, atender los predios y posesiones que pudieron conservar y, por encima de todo y de todos, alimentar y apertrechar con armas y municiones a los hombres que mantenían viva la llama de la revolución, en una acción valiente, arriesgada y sigilosa, que podía costarles la vida, tanto a ellas como a sus hijos.

Algunas páginas dispersas de la historia, llevadas de la mano de autores con cierto nivel de credibilidad –Luis F. Mejía, por ejemplo-, reseñan el hecho y las constantes persecuciones y encarcelamientos padecidos por esas valerosas mujeres de la Línea.

También recogen el dato algunos medios noticiosos de la época, gobiernistas por demás. Y lo hacen con palabras denostativas con las que buscaban denigrar la moral y la reputación de esas mujeres, sin darse cuenta, que con esto elevaron hasta el pináculo la importancia de la heroica acción encaminada por ellas.

Una de esas valientes y abnegadas mujeres lo fue Ceferina Calderón de Chávez.

Su ejemplo perdurará por siempre en la memoria de los habitantes de la Línea Noroeste. La historia completa de esa gran mujer y otras linieras de igual estirpe debe ser conocida de todos. Y es un reto que debemos asumir, sin más demora.

sergioreyII@hotmail.com
Febrero 12, 2011. NYC.

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BUCÓLICO

1. Adj. lit. Díc. del género de poesía o composición poética que canta la sencillez de la vida campestre. Teócrito es considerado su creador y Virgilio su máxima figura y modelo para los autores de la Edad Media.

2. adj.-s. idílico.