13 oct 2011

FLOTANDO EN AÑORANZAS AL INFLUJO DEL AROMA EMBRUJADOR DEL CAFÉ.

Por Sergio Reyes II.
Quisiera comentarles, en esta tarde lluviosa y fría, salpicada de ausencias y aspiraciones postergadas, las nostalgias y evocaciones que vienen a mi mente al poner, justo en frente de mí, la cálida y humeante taza de aromático café, que sin demora me dispongo a paladear.
Podría hablarles, sin adornos ni rebuscamientos, y poniendo el corazón en las manos, de amigos como Dante y Jesús -dominicano el uno, colombiano el otro-, compañeros de intensas jornadas de labor en la Factoría, de Horas Extras y amanecidas, en los afanes y amarguras del inmigrante que lucha por subsistir en la Babel de Hierro, economizando hasta lo indecible a fin de poder completar la impostergable remesa esperada como por cuentagotas por la familia que ha quedado allá, en el terruño, al amparo de Dios. De ellos conocí las nuevas y variadas maneras en que puede manifestarse la solidaridad humana, matizada, casi siempre, al influjo de la desinteresada e ineludible oferta de una taza diaria de café.

Podría, tal vez, evocar días de búsqueda incesante, por los caminos del mundo donde el destino me hizo desandar, probando, paladeando, aceptando -a veces con cierto dejo de conformismo diplomático-, o desaprobando tajantemente, con arrogancia de catador antillano que sabe lo que busca y exige lo que quiere. Y en esas andanzas tras una apetitosa y aromática bebida que, aún fuese medianamente, pudiese hacer rememorar con el hechizo de su fragancia el inigualable sabor del café que colaba Vitalina, fui de tumbo en tumbo, de país en país, de un establecimiento a otro, sin lograr satisfacer a cabalidad mis apetitos.

Pudiera hablarles, con toda franqueza, de las excelsas virtudes que reúnen las ricas infusiones obtenidas con las múltiples variedades de café provenientes de Centro y Sudamérica, que son servidas al público en prestigiosos establecimientos del ramo, en generosas jarras con disímiles presentaciones y combinaciones, de las que destila un embriagante y subyugante aroma que desarma hasta al más furibundo abstemio.

Podría, con justa razón, ser tildado de ingrato, si dejo de mencionarles los placenteros momentos por los que hube de pasar, envuelto en el aroma de renovadas tazas de café, mientras disipaba la angustia de la espera a causa de un fortuito retraso en las terminales de San Juan, Miami, Barranquilla, Panamá, San José o Nueva York.

Y de igual forma, estaría pecando de infiel si dejo de reconocer las impactantes cualidades -que, en algunos casos llegan casi a la perfección- del codiciado y reclamado café negro servido con profusión en los múltiples establecimientos atendidos por dominicanos, que se encuentran diseminados a todo lo largo y ancho de Nueva York y, de manera especial, en el sector de Washington Heights, en Manhattan. Arrastrando los pasos por estos lugares, compartiendo con sus gentes y escuchando con nostalgia nuestros ritmos vernáculos, he podido, en cierto modo, resistir el reclamo del ineludible retorno al terruño, a la Patria de palmeras y riachuelos y el impostergable re-encuentro con los míos.

Cosas como éstas, podría comentarles, en este día.

Sin embargo, un efluvio embrujador que obnubila mis sentidos y me aturde por completo, conduce mis palabras por senderos insospechados. Me lleva de la mano hasta estancias sombreadas, saturadas de vigorosas plantitas de café, listas para el trasplante en el terreno propicio. Cual si fuese en cinematógrafo, ante mis azorados ojos las veo crecer, con frondoso ramaje, y a poco, fragantes flores blancas perseguidas por miríadas de abejas en incesante labor, saturan el ambiente, convirtiéndole en un oasis terrenal jamás soñado. Globosos granos color carmesí se suceden a las flores, a lo largo del ramaje, acaparando el espacio que antes ocuparon éstas. Como por encanto, manos hacendosas entran en escena y luego de ejecutar una cuidadosa tarea de recogida del grano en las plantas, someten el volumen de dicha cosecha al más riguroso y estricto secado y descascarado, lo que lo pone a punto para ser tostado y molido en el pilón.

Y he aquí que, los gránulos de café convertidos ahora en brillantes y empegotados corpúsculos, tras haber sido sometidos a una depurada labor de molienda, han de dar paso a un finísimo polvillo de intenso color marrón, unas veces renegrido, que luego de ser vertido en agua hirviente y colado da paso a la más deliciosa, subyugante y aromática bebida que existe en el universo.

Seguro estoy que entenderán mis motivos y serán indulgentes con mis dislates y desvaríos, si les digo, cual si fuese secreto en confesión, que el apetitoso café que satura mis sentidos y cuyo aroma se disemina por entero en el ámbito de la habitación en que me encuentro, fue sembrado, mimado y vigilado por mi, en su crecimiento, disfruté su floración, esperé con ansias su maduración, recogí con amor sus granos, los sequé, descascaré, tosté y molí, con sumo esfuerzo, pagando el alto precio del inexperto. Y todo ello a fin de obtener la inconmensurable recompensa y disfrutar el privilegio de degustar -al fin!!- una taza de café cultivado en mi propio terruño, tal y como ocurría en mis años de infancia, cuando estuve bajo el cuidado de mi abuela, en tierras de Dajabón.

Y en honor a la verdad, ese placer vale todos los esfuerzos.

Salud!!

Santo Domingo. Octubre 6, 2011.

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Una sola Palabra

BUCÓLICO

1. Adj. lit. Díc. del género de poesía o composición poética que canta la sencillez de la vida campestre. Teócrito es considerado su creador y Virgilio su máxima figura y modelo para los autores de la Edad Media.

2. adj.-s. idílico.